Director: Robert Rossen
Intérpretes:, Richard Burton, Fredric March y Claire Bloom | |
Año: 1955
Temas: Ambición. Estrategias emergentes y deliberadas. Ética y técnica. Grandeza y miseria de los directivos. Influencia del entorno. Orgullo directivo. Paranoias directivas.
Aristóteles tuvo una hija con Pitiade. Cuando enviudó, casó con Erpilis. De este segundo matrimonio nació Nicómaco. Su padre le dedicó unas de sus principales obras: Ética a Nicómaco (LID Editorial). Este libro, del que he realizado una versión comentada en español, es una de las obras de referencia para cualquiera que quiera dedicarse a la dirección de personas y organizaciones.
El padre de Aristóteles, también llamado Nicómaco conocía al rey Amintas III, de Macedonia, padre de Filipo II. Cuando nació Alejandro, que llegaría a ser conocido como Magno, su padre contrató a tres coachs para su vástago: Lisímaco (hasta los 7 años) que fue más un ayo; Leónidas que fue muy severo. Aristóteles, el pensador más culto de la época, fue el tercero de los implicados en la formación de quien llegaría a gobernar sobre casi todo el mundo conocido.
No faltaron los desencuentros del emperador macedonio con su asesor. Quizá el más importante se produjo cuando Calístenes de Olinto, sobrino de Aristóteles e historiador de Alejandro Magno, fue torturado y ahorcado durante la campaña asiática. Aristóteles, por si la cuestión iba a mayores, se retiró una temporada a Estagira, su ciudad natal.
Con una preparación física e intelectual de primer nivel, Alejandro se lanzó a la conquista del mundo. Su primer acierto, como he mencionado en otros textos, fue saber introducir el concepto de dynamis en Macedonia y posteriormente en Grecia. Sólo una fuerza unificadora –que he denominado en otros lugares Alma- podía unificar a aquellas tribus que se entretenían en interminables peleas de valle a valle. Cuando en una organización falla la unidad, y se establece la anarquía o la uniformidad, nada de provecho saldrá de allí. Tan malo es que no haya orden ni concierto como –es el extremo contrario- que todo deba ser hecho de la misma manera en cualquier tiempo y circunstancia. Eso sólo sucede en los cementerios, lugar al que se dirigen las organizaciones en las que se pretende una ciega identidad.
Como en toda empresa familiar, la unificación de Macedonia bajo un mismo mando no resultó sencilla. Entre otros motivos, porque Filipo II no estaba dispuesto a dejar el trono a su precoz hijo. Como casi siempre sucede, los dos mantenían posiciones encontradas sobre el modo de manejar la organización. Hasta que no tuvo lugar la sucesión, por fallecimiento del progenitor, la tensión se palpaba en el ambiente.
No aceptaba Alejandro bromas, porque la vanidad atenta contra quienes han triunfado. Con más motivo cuando el éxito ha sido prematuro, como es el caso. Darío, sin tomar en la debida consideración la fuerza de aquel aspirante a dirigente mundial, le envió un látigo, una pelota y oro. El látigo, con la indicación de que se disciplinase; la pelota, para que jugase, que es lo que le recomendaba por la edad que tenía. El oro tenía por destino que pudiera disfrutar de los caprichos que quisiese.
Alejandro no aceptó de buena gana la ironía. Quizá por eso su lucha contra los persas fue particularmente rauda y despiadada. Mal acabaría aquel Darío, que había olvidado uno de los principios fundamentales en el mundo de las organizaciones: no hay enemigo pequeño, y quien hoy parece minúsculo, mañana puede haber arrebatado al lugar de preeminencia. Si es difícil llegar al liderazgo en un sector, más difícil es mantenerlo… Darío lo aprendió con sangre, pues murió a manos de sus propios subordinados.
Como todo dirigente a un cierto nivel, Alejandro Magno padeció una peligrosa esquizofrenia. De un lado, consideraba que tenía respuestas para todo, a la vez que juzgaba nescientes a sus colaboradores. Según fue creciendo el poder, su capacidad de escucha fue disminuyendo peligrosamente. Siguió el camino, mil veces repetido con independencia del tipo de organización, del convencimiento de que porque una vez acertó, en nada podría equivocarse.
Su obsesión por las traiciones fue patológica. Su paranoia persecutoria, sin ir más lejos, le llevó a ajusticiar a gente que le era fiel, pero de la que él alimentaba infundadas sospechas. Bastaba un comentario jocoso en un mal momento, para que la suerte estuviese echada.
Paralelamente, fue un buen gestor de la diversidad, procurando empatizar con los dirigentes y los pueblos que iba sucesivamente conquistando. Esa habilidad le fue de gran utilidad durante su periodo expansivo, pues lograba poner de su parte a pueblos subyugados.
Gran comunicador, Alejandro supo mantener la ilusión de sus tropas prácticamente hasta el final. Su inicial austeridad, que se concretaba en la prohibición de gastar un máximo de 10.000 dracmas por cena, fue tornándose dispendio en la medida en que fue perdiendo contacto con la realidad. ¡Qué difícil resulta que una persona mantenga el sentido común cuando ocupa puestos de preeminencia!
En una primera época demostró que sabía asumir sus responsabilidades. Así, cuando en cierta ocasión le dijeron:
–Si yo fuera Alejandro, aceptaría la propuesta, respondió de inmediato:
–También yo lo haría, por Zeus, si me llamara Parmenión.
Lástima que esa inicial asunción de responsabilidades se fuera tornando ciego orgullo.
Una vez más se pone de manifiesto que si hubiera prestado más atención a los consejos de Aristóteles –gran defensor de la prudencia, la humildad y el sentido común de un gobernante- mejor le hubiera ido a aquel que fue Magno en muchos sentidos, y profundamente cruel en otros.