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Director: Don Siegel Intérpretes: Lee Marvin, Angie Dickinson, John Cassavetes, Ronald Reagan, Claude Akins, Norman Fell, Don Haggerty, Robert Phillips

Año: 1964

Temas: Equipos y mafia. Sentido común. Técnica y ética.

Dos asesinos a sueldo son contratados para acabar con la vida de un profesor que trabaja en una organización para ciegos. Llevan a cabo su encargo. Sin embargo, al salir, uno de ellos reflexiona sobre lo vivido. ¿Cómo es posible que aquel a quien iban a finiquitar no se haya defendido ni haya procurado huir? A partir de esa sorprendente pregunta aparecida en la mente de un criminal se pone en marcha la búsqueda de la verdad.

La novela de Ernest Hemingway, The Killers, que ya había sido llevada al cine en 1946 por Robert Siodmak, se presenta como una reflexión sobre algunos de los aspectos esenciales de la antropología. Todo, en un largometraje en el que aparece quien llegaría a ser presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan.

Cualquier organización, tanto las más sublimes como las más infames desarrollan una política organizativa. Es imposible vivir sin normas. Van definiéndose de manera más o menos explícita. Luego, esos procedimientos acaban creando un ecosistema que define modos de ser y comportarse de las personas que van incorporándose a aquel grupo humano. La importancia de puntualizar adecuadamente las reglas es esencial, porque la inercia hará después más complicado modificar los modos en los que las personas piensan y reaccionan.

En toda organización hay quien piensa y quienes se convierten en seguidores. También aquí, pues el ayudante del pistolero principal no es más que un pazguato incapaz de reflexionar. ¡Cuántas organizaciones –incluidas algunas supuestamente dedicadas a la elaboración y difusión de pensamiento- son así! Personas que individualmente, y con esfuerzo, habrían hecho algo en la vida, se tornan seguidores de ridículas imposiciones ajenas. Cuando eso se hace hábito (más bien rutina), la gente deja de pensar y se siente a gusto viviendo en una burbuja en la que se siente protegido, cuando en realidad se le ha privado de la capacidad de recapacitar por sí misma.

La interpretación de la mentalidad femenina es de un lado realista, y de otro, perversa. Para muchos hombres, el trabajo es no sólo un modo de acopiar medios para la vida, sino las coordenadas en las que realizarse. Es una manera de llegar a ser uno mismo. Para muchas mujeres –al menos así lo propone el largometraje- un empleo no es sino un medio para acaparar los medios precisos para poder vivir la vida.

En la película se lleva al extremo este planteamiento, proponiendo a una fémina que cambia de bando en función de hacia adónde se dirija la bolsa fruto del robo. Los mismos sentimientos que manifiesta no son sino la añagaza con la que intentar despistar a los incautos varones que pasan por su vida.

El dinero, sea cual sea la verdadera aproximación de mujeres u hombres, es preciso para salir adelante y para llevar una vida con ciertas comodidades. Como recordaba el principal pensador de Oriente en el siglo IV, los bienes se denominan tales porque son buenos. Si no fuesen algo positivo, añade, se les denominarían males. El error, por tanto, no es procurar disponer de los medios precisos para la vida. Lo equivocado no es tener, sino ser tenido por ellos… El problema está en que quien se empeña en acumular sin medida, sin sentido de la realidad y sin perspectiva, acaba tornándose una especie de tío Gilito. Esa enfermedad, propia de gente de mediana edad, camino de la madurez o la vejez, va apoderándose en la actualidad de muchos jóvenes. Quienes no la superan acaban por no saber ni quiénes son. Al igual que la droga, o la bebida o el sexo sin medida, la avaricia acaba por destrozar vidas.

Quien es tenido por los bienes materiales no puede ser leal a nadie, y menos que a nadie, a sí mismo. La patética presencia de la querida del responsable del robo es un ejemplo de persona que ignora todo sobre la vida, porque ni sabe adónde va ni, obviamente, cómo llegar a ese lugar.

El descubrimiento del comportamiento del antiguo corredor de coches, convertido en profesor de invidentes va haciéndose palmario a lo largo del metraje. Aquella persona no desertó de la muerte, sencillamente porque ya estaba muerto. Él sí había creído en las promesas de aquella chiquilla que se acercó para felicitarle cuando él era un corredor de éxito. En realidad, a quien quería era a su cartera, como va haciéndose patente. Aquellos a quienes había prometido compromiso eran meros pedestales en los que apoyarse para vivir a costa del esfuerzo ajeno.

Cuando alguien quiere de veras a una persona, la desaparición del amado puede implicar una profunda descompensación vital que se prologue en el tiempo. Él, que se dejó engatusar sucesivas veces por la misma mujer, a pesar de los consejos de su único verdadero amigo, cuando descubre que de verdad la ha perdido, ya no quiere seguir viviendo.

El mecánico amigo, menos implicado afectivamente, ha captado casi desde el inicio el perverso interés de la pelandusca. Se empeñó por despertar a su amigo. Nada conseguirá, pues el afecto dejado sin control ciega, siquiera temporalmente, la percepción de la realidad. Sucede con personas y con organizaciones. Hay algunas que son capaces de crear una imagen de marca de sí mismas que embaucan a personas incluso valiosas. Superar esas cegueras es en ocasiones doloroso, pero resulta imprescindible para lograr una vida plena. Triste es que otras personas o alguna organización pretendan que renunciemos a la propia vida para limitarnos a vivir de forma impuesta.

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