Según diversos colaboradores de Hitler que escribieron Memorias tras penar durante años en cárceles como la de Spandau, eran frecuentes monólogos del Führer como el siguiente (recogido por Albert Speer, su ministro de Armamento): “yo era tan sólo un desconocido soldado de la Primera Guerra Mundial. No contaba con nada para comenzar. Y comencé cuando fracasaron todos los que parecían mucho más aptos que yo para ejercer una jefatura. Disponía únicamente de mi voluntad y por medio de ella me he impuesto. Todo el camino de mi vida demuestra que jamás capitulo. Los problemas de la guerra tienen que ser solucionados. Y repito: la palabra ‘imposible’ no existe para mí. ¡Esta palabra no existe para mí!”.
El líder nazi trasladó estos sentimientos a todos los estratos de la sociedad, y particularmente a la gente más joven, que es siempre la más dispuesta a creerse cualquier tipo de mensaje, sea éste extraordinariamente positivo o demencialmente perverso.
El cabo austriaco (como era calificado por los militares de carrera siempre en voz baja, obviamente) decidió crear Escuelas de Élite nazi para las jóvenes generaciones. Así surgió Napola.
Nos encontramos en el Berlín de 1942. Friedrich, con 16 años, acaba de concluir el bachillerato y es un boxeador eficaz. Entre sus sueños se incluyen el de llegar a ser alguien. Durante un combate de boxeo, el profesor de Napola, una de las cuarenta Escuelas de elite de los nazis le anima a ingresar en ese lugar (llegaron a tener hasta 15.000 alumnos). Allí, el profesor se convierte en el mentor de Friedric, a quien ayuda a soportar la estricta disciplina y el rigor de aquella escuela diseñada para crear personas dispuestas a morir y a matar por su líder sin hacer preguntas, y no plantearse la más mínima duda ni sobre los medios ni sobre los fines.
Otro de los alumnos es Albrecht, vástago de un funcionario nazi. Aquel muchacho, más frágil de físico que de inteligencia, manifiesta abierta y valientemente su distancia con la ideología que aquellos nazis inhumanos pretenden inculcar en la mente de los alumnos.
Surge el conflicto, porque en ciertos ambientes, lo más peligroso es atreverse a pensar por cuenta propia. En organizaciones fanatizadas, independientemente de que los objetivos sean sublimes o indignos, se admiten todos los errores y debilidades, pero no la audacia de plantear que hay problemas en el propio diseño del sistema. Esta situación llega al límite de que las evidencias son negadas.
En su histrionismo llegaría Hitler a afirmar a sus generales: “¡no sólo son ustedes unos cobardes notorios, sino que además carecen de sinceridad! ¡Son ustedes unos redomados embusteros! ¡En la escuela del Estado mayor se enseña ricamente a mentir y estafar! ¡Zeitzler, estos datos no son verdaderos! ¡También a usted le engañan! ¡Créame si le digo que la situación es expuesta conscientemente de manera desventajosa para incitarme a ordenar la retirada!”.
En ese sistema de pensamiento en el que lo palmario es rechazado de manera violenta, bien se comprende que aquellos dos amigos vayan a tener problemas. ¡Qué peligrosas con las organizaciones que optan por políticas en las que las discrepancias no son percibidas como aportaciones, sino como colosales amenazas!
En esta Escuela nazi –y en otros lugares que no lo son- parece que se viviese una moratoria del sentido moral y que lo único relevante fuese lo que los dirigentes, con mayor o menos improvisación (habitualmente bastante) proclaman en un momento determinado.
El colectivo es importante, porque sin él no existiría organización, pero la institución no ha de ser nunca diseñada contra las personas, sino a su favor. Que se ha llegado a un momento de inhumanidad tremenda se manifiesta en la extraordinaria escena del despido de la Escuela de quien fue acogido con tanto interés inicial. La gente no mira al expulsado. Incluso quienes más cerca estuvieron de él, o recibieron favores, miran para otro lado, ni le saludan. En el fondo, se ha impuesto una política del miedo al disidente, aunque éste lo único que deseaba era mejorar la situación.
Los miles de alumnos que se encontraban en aquellos centros de formación cuando la guerra estaba concluyendo fueron enviados al frente. Más de la mitad, también por falta de preparación para el combate, cayeron sin vida, cuando era ya inútil seguir luchando.
La ceguera que afecta a determinados directivos es un fenómeno que aún no ha sido suficientemente estudiado. En Patologías en las organizaciones, he procurado, junto a Francisco Alcaide y Marcos Urarte, dar nuevas pistas sobre esa ceguera y sordera directivas que tanto daño hacen a quienes se encuentran sometidos a directivos que padecen esas limitaciones.
En una reunión tras la caída de Mussolini, el general Jodl afirmó en la presencia de Hitler, con total inocencia: “en realidad, todo el fascismo ha estallado como una pompa de jabón”. Se produjo un silencio atroz y él salió de su aparente metedura de pata como pudo. Pocos meses después aquella expresión se convirtió en una verdadera profecía, que sirve para todas aquellas organizaciones que consideran que el bien de la institución ha de estar indiscriminadamente por encima de la de cada uno de los individuos que de ellas forma parte.