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Cuando la conclusión de la II Guerra Mundial estaba aún cercana, los alemanes se atrevieron a realizar este largometraje, casi un documental, en el que plantearon una profunda autocrítica de lo vivido.

 
La batalla de Stalingrado se planteó desde el primer momento como si fuera coser y cantar. Al menos así lo contemplaban los gerifaltes alemanes impulsados por Adolf Hitler. Desde los cómodos despachos de Berlín o de la Guarida del Lobo, mientras se tomaba té con pastas y se contemplaban hermosas vistas, todo parecía sencillo. Exactamente igual que cuando desde lejanos edificios lujosamente adornados se delinean estrategias comerciales sin conocer la cruda realidad.
 
Con escasa capacidad de enfrentamiento con el todopoderoso Führer, los generales alemanes agacharon la cabeza y aceptaron sistemáticamente las órdenes de un loco ególatra.
 
La invasión había comenzado bien. Los casi cuatro millones de soldados, de los cuales un cuarto eran aliados rumanos, italianos o búlgaros, habían arrasado las defensas soviéticas. El factor sorpresa, y más en concreto la inconsistencia de Stalin como dirigente, había permitido el fácil triunfo germano.
 
Tras días de aislamiento casi catatónico, y meses sucesivos de perplejidad, Stalin volvió a tomar las riendas. Una de las primeras medidas que tomó le honran: elegir para dirigir la operativa a un gran militar, previamente depurado. Zhukov volvió, como deben regresar los buenos técnicos, también cuando han sido depurados por directivos mediocres y/o envidiosos.
 
Stalin, rectificando su error, demostró –al menos en esta ocasión- que algo de sentido común le quedaba. No sólo eso, sino que fue capaz de convocar a todos los defensores de Stalingrado en torno a principios que el mismo había tratado de liquidar desde su llegada al poder. En concreto, los ideales de bandera, patria y religión volvieron a permitirse en lo que ya empezaba a ser una ciudad en ruina.
 
Para Stalin, esos sacrosantos principios eran meros instrumentos, y los empleó. Como buen marxista aplicaba que el fin justifica los medios. Si volver a hablar de la gran Rusia ilusionaba a los luchadores, pues bien estaba. Ya tendría tiempo de liquidar aquellas grandes verdades que para él eran sólo instrumentales.
 
Muchos soldados alemanes habían comenzado la invasión sin ser conscientes de dónde se metían. Al principio habían sido recibidos como liberadores. El cambio de percepción llegó cuando las SS emprendieron el asesinato sistemático de judíos, pero también de protestantes, católicos, intelectuales… hasta llegar a masacrar indiscriminadamente poblaciones enteras en Ucrania.
 
Cuando empieza el cerco de Stalingrado, la percepción de la población rusa con respecto a los invasores no puede ser más negativa. Están dispuestos a dejarse hasta la última gota de sangre por defender a la madre patria.
 
Frente a la decisión de Stalin de optar por su militar más preparado para responder, Hitler puso al frente de sus tropas a un burócrata. Von Paulus no era el directivo para la ocasión. Cada situación reclama contar con un perfil. Von Paulus hubiera estado bien, quizá, en un gabinete de estudio, pero nunca gobernando de tropas en un frente de batalla. Menos aún en una circunstancia tan complicada como la de Stalingrado.
 
Algunos generales alemanes trataron de resolver la situación cuando ésta estaba llegando al límite. En concreto, Von Manstein procuró –desobedeciendo en parte las órdenes de Hitler- romper el cerco en el que ya se encontraba el VI Ejército alemán. Su intentó quedó a pocos kilómetros de conseguir su propósito. Entre otros motivos, porque von Paulus no se atrevió a contradecir las insensatas indicaciones que le llegaban desde el cuartel general del Führer.
 
En las organizaciones –y más si son de carácter militar y en época de guerra- la obediencia es un gran valor. ¡Pero el sentido común no debería ser conculcado por el acatamiento!
 
En una organización, el principio de obediencia –insisto- es fundamental, pero sólo puede llegar allí donde choca con la propia conciencia. Que los soldados alemanes asesinaran a judíos no queda justificado –como algunos intentaron en Nuremberg- por la sumisión al superior. Que un mando intermedio –y es un ejemplo contemporáneo- soslaye la sacrosanta información confidencial de lo conocido en un proceso de coaching no puede quedar nunca argumentado porque un directivo así lo solicite. El secreto comisorio sigue teniendo vigencia.
 
La legalidad –es decir, lo indicado por una reglamentación- nunca puede ir más allá de la licitud, es decir de lo que la ética consiente. Este punto, tan relevante entonces como ahora, muchos no lo entendieron en aquel momento, y muchísimos lo ignoran todavía hoy.  
 
 

 

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